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Leí en zigzag el Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 que presentó el
Gobierno, saltándome las introducciones repetidas en cada capítulo, y sin
profundizar –si cabe la palabra– en los numerosos epígrafes con frases de Iván
Duque. No de otra forma habría podido atravesar sus más de 1.500 páginas que
culminan con un glosario interminable de siglas para economizar tiempo y
caracteres y que nombran sistemas, institutos y grupos como los NNA (niños,
niñas y adolescentes).
Mi interés era centrarme en la propuesta de desarrollo humano que ha
venido prometiendo este gobierno alrededor de la economía naranja y que supuse
encontrar por fin profundizada en ese plan cuyo subtítulo recuerda trabajos
escolares de matemáticas: ‘Legalidad + Emprendimiento = Equidad’. Me imaginé
que, por tratarse de una idea supuestamente original del Presidente antes de
ganar las elecciones, la tal economía naranja aparecería de manera
‘transversal’, como se dice ahora, y sería una especie de faro para inspirar
las propuestas de primera infancia, educación, cultura y ciencia y tecnología,
entre otras. Lo que me encontré, sin embargo, fue una proliferación de frases
sueltas, utilitarias y gratuitas como esta: “Apostarle a ‘exprimir la naranja’
contribuye a solucionar los desafíos productivos y de empleo del país”. (¿En
serio?)
Justifique su afirmación, podría exigirle un profesor a cualquier
alumno que diera por hecho ese enunciado sin argumentar razones. Y así, como
esa frase, podría citar varias definiciones que encontré y que me hicieron
pensar en esos métodos de ‘copy paste’ al estilo del Rincón del Vago. Leamos
alguna: “La cultura es el conjunto de rasgos distintivos, modos de vida,
sistemas de valores...” –recuerdo esos tiempos en los que repetíamos
definiciones de memoria, y paso a un párrafo siguiente que se conecta
gratuitamente con el bicentenario–: “Por otra parte, (¿por cuál?) el
bicentenario de la Independencia de la República es una oportunidad para
dinamizar lo mejor de nuestra cultura y mentalidad (sic), acelerando la
innovación social”.
Además de la superposición gratuita de frases hechas y mal redactadas
para abordar todos los temas con la misma superficialidad que ya parece una
marca de estilo presidencial, me impresionó la distancia –en páginas, por no
hablar de ideas– que separa los capítulos dedicados a la primera infancia y la
familia, por una parte, a la educación; por otra, a la ciencia y la tecnología
y a la cultura. En vez de pensar en un proyecto de país centrado en la
curiosidad, la creatividad y la investigación desde la infancia como motores de
un cambio de paradigma cultural y científico, que habría podido articular un
documento inspirador, lo que se lee es una enumeración de objetivos aislados y
de programas ya existentes, sin relación ni jerarquía.
Dado que el Plan de Desarrollo enmarca el proyecto de nación de este
cuatrienio, su pobreza retórica refleja una pobreza conceptual y política que
alerta también sobre la falta de claridad para articular prioridades de
inversión. Resulta preocupante esa idea utilitaria de cultura que confunde el
capital simbólico con el capital económico y que se ha ido instalando, sin
ninguna discusión, en las políticas de infancia, educación, cultura y ciencias.

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