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Esta política implica que el Estado, además de las
asignaciones prioritarias de recursos a su industria petrolera debe financiar
exclusivamente las necesidades fundamentales de salud, educación,
infraestructura y las “empresas básicas” bajo un estricto control
presupuestario de calidad, productividad e innovación y desvinculadas
totalmente de una dependencia de su industria petrolera.
Adicionalmente, y no es un propósito secundario, el Estado
debe abandonar sus aberradas incursiones en actividades que factores privados
de producción, distribución, financiamiento e innovación pueden, y en muchos
casos desean, acometer.
A la vez, el Estado, concentrándose en lo primordial,
liberaría a la industria petrolera de las empresas parasitarias adosadas a su
cuerpo central.
De lo contrario, si el Estado decide sucumbir, con deseo
orgiástico, y convertirse en el Estado semillero, importador de azúcar, fabricante
de pañales, propietario de hoteles, distribuidor de migajas, patrono de una
nueva orden de mendicantes y comerciante
de cuantas baratijas puedan caer en sus manos, el Estado caerá en la tentación
populista y gastiva y sacrificaría su primordial propósito de salvaguardar y
desarrollar la industria petrolera.
Aquellos que consideran anatema la mera mención del término
“privatización” pueden permanecer tranquilos pues se trata diametralmente de lo
contrario, de que el Estado venezolano asuma de manera diligente el 100% no solo de la propiedad sino del control de
la gestión en una era en que el mercado global del crudo apunta a una
fragmentación y volumen creciente de la oferta, una volatilidad de la demanda y
un reajuste de los modelos de negocios en base a nuevas tecnologías en un
ambiente de febril competitividad.
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