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La dirigencia opositora –más dividida de lo que pensábamos-
le apostó a convertir la salida de Maduro en una nueva fantasía nacional, en la
solución de todos los problemas. Se confió, pensó que el oficialismo respetaría
las reglas del juego, y supuso que ya el escenario estaba preparado y dispuesto
para un cambio. Que el Referendo Revocatorio era casi una cortesía natural, una
forma de darle chance al Presidente de bajarse de la historia.
Del otro lado, la dirigencia oficialista le apostó a violar la Constitución e
impedir de mil maneras la democracia participativa y protagónica. Despojó a la
nueva Asamblea de toda legitimidad y comenzó a sabotearla sin ningún pudor. El
resultado ha sido catastrófico. Para ambos. Y también para el país, por
supuesto. Mientras la crisis económica avanza, devorando de manera brutal y
vertiginosa a la mayoría de la población, los actores políticos permanecen
paralizados, engarzados en retóricas inútiles que solo los desgastan, los
presentan muy lejos de la realidad. Con otras emergencias. Con otras
prioridades.
La MUD
parece ahora un conjunto desigual, errático. Es un coro donde cada quien dice
una cosa distinta, donde a veces importan más las estrategias personales que
las urgencias del país, donde ya hasta se acusan unos a otros (sin la necesaria
contundencia de los nombres) de soborno o de traición, donde todo lo que se
comunica resulta confuso, ambiguo, poco claro… Los errores de la dirigencia
opositora no hacen más democrático al gobierno. Tampoco lo hacen más eficiente
o menos corrupto. Pero le dan oxígeno. Y el oficialismo sabe administrar el
caos. Tiene los recursos y el cinismo necesario para hacerlo. La defensa de sus
privilegios les garantiza un sentido de la unidad más sólido. Viniendo de una
derrota electoral y con un nivel bajísimo de aprobación, ha terminado el año
logrando lo impensable: volver a suspender el sentido de alternabilidad en la
sociedad venezolana. Minar el poder, el rigor y la legitimidad de las
elecciones.
Después de haber decretado públicamente que estábamos en una
dictadura, después de que la palabra dictadura se instaló con fuerza en el
país, el final de este 2016 está marcado por una instancia donde todas las
palabras, cada día, parecen deshacerse. La famosa mesa de diálogo ha convertido
el diálogo en algo anodino, burocrático, etéreo. Casi podría ser una escena
escolar: un cura italiano llama a los muchachos peleones de la clase y los
encierra en un salón, obligándolos a conversar. Ninguno de los dos dice nada
concreto. Se acusan, se excusan. Manotean. Se amenazan mutuamente. Pero nada
más. Mientras, afuera, el colegio se derrumba.
La mesa de diálogo ocurre en otro lado, tiene otros
calendarios, otras palabras. Y ya solo contagia confusión. Solo produce
distancia. Entre el llamado a Rebelión después del 20 de octubre y la
declaración de los líderes de oposición esta semana, hay un desastroso y
prolongado coitus interruptus. La sensación que queda, después de todo, tampoco
le conviene al gobierno. Ha sido obligado a negociar. Y aunque el oficialismo
haya logrado momentáneamente congelar la protesta, no ha podido congelar la
crisis. La mesa de diálogo ha terminado transmitiendo una imagen que los afecta
a ambos: se trata de un espacio privado, donde los dirigentes supuestamente
hablan, sin que eso tenga ninguna eficacia, sin que esté necesariamente conectado
con lo que en verdad ocurre en el país.
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